La vida es otra cosa
El coleccionista, en su búsqueda, como aquel domador de versos de Leolo, “cuya vida consiste en rescatar a las cosas de su destino en la esfera de la circulación de la mercancía”, como nos dice Alberto Ruiz de Samaniego en Pere(t)c tentativa de inventario, persiste en intentar salvar lo que queda de verdad en nuestras vidas a través de aquellos objetos rescatados, imágenes de ese sueño posible que sigue pareciéndonos casi imposible. Lo que somos es, evidentemente, en buena parte, lo que queremos ser y aquello que no podemos evitar hacer. Aquella aseveración fatalista de que “el cine es dinero” quiere advertirnos de que una cosa es la llamada industria del entretenimiento, su urgente necesidad de acaparar la atención y hacer caja, y otra cosa es el cine honesto donde el tiempo transcurre sumergido en las imágenes, escavando como un arqueólogo de lo real, rescribiendo las historias, creando nuevas realidades, sacando a la luz los restos de nuestras vidas. Pero esta querella también implica la constante reivindicación del cine de autor que la democratización de los medios, que no tanto del conocimiento de los medios, está consiguiendo dejar atrás el buen cine, ahora que el público prácticamente ha desaparecido tras otras pantallas. Quizás sea el momento de que el publico tome esa fina piel que separa las imágenes de su sentido. Eso es lo que parece querer hacer Mark John Ostrowski con su cine en If I Were a Filmmaker. La imagen fotográfica tiene la capacidad de devolvernos todos nuestros fantasmas. La necesidad de perpetuarnos en las imágenes tiene esa contrapartida inevitable, esta capacidad fantasmagórica expuesta por Barthes o Sontag que inspiró a los fotógrafos durante las primeras décadas tras el nacimiento de imagen fotográfica. Aquellos retratos de los amados niños muertos son las máscaras mortuorias de la era industrial. Quizás con esa capacidad de fijar la imagen y animarla se inventaran los fantasmas que existían desde el principio de las civilizaciones en los cuentos orales y escritos. Pero en este caso se trata de un fantasma del futuro probablemente improbable. Porque aunque quizás nos sobrevivan las imágenes, la fascinación de esta magia y la fiebre del oro de aquellas ilusiones del cine de la época dorada que acabaron desembocando en la llamada cultura del entretenimiento, ¿quien verá nuestras películas? Quizás nuestros hijos. Quizás no. Quizás este sea el poder de aniquilación temporal que lleven consigo estas imágenes, mientras dure nuestro asombro. Pero If I Were a Filmmaker nos propone reflexionar, como todo aquel cine en el que existe una conciencia de esta dimensión trascendental de la imagen, sobre aquel cine en el que el cine es también el tema, porque esta acción que es reescribir con imágenes nuestras realidades no merece menos atención que la realidad misma y esta es la perdición del verdadero cineasta. No hay otra redención posible para esta forma de hacer cine. Si sobre la anterior película de Mark John Ostrowski escribía que “el tiempo es un paisaje con figura”, el movimiento que delata esa vida animada, es también el síntoma de su efímera presencia y, por lo tanto, su inevitable desaparición. En este caso los actores reivindican la atención en tiempo real a la que sustituye la ambiciosa idea de retenerlos en la imagen. Me refiero al tiempo que el director ha decidido hurtar a aquellos a los que graba. En la permanencia de estas imágenes ellos desaparecen. Del mismo modo, en la vieja aspiración a perpetuar su mundo a través del arte, el artista lucha contra el drama de la historia y la erosión natural del tiempo. Este es el fatal destino de los soportes efímeros, la volatilidad de aquellas filmaciones. Esta desaparición, presente en infinidad de referencias fílmicas que subrayan la vulnerabilidad del soporte a través del cual queremos perpetuar nuestras pasiones y obsesiones es, en este caso, un gesto simbólico de renuncia. ¡Qué bien prende la nostalgia! Esa es la fascinación del fuego desde que los primeros hombres vieron en sus llamas todas las historias que nos han legado la fatalidad de los mitos. Son famosos los dramáticos incendios de salas de cines que se inciciaban en la cabina debido al voluble material de las películas. De esta forma, un mundo está a punto de desaparecer en la crematística imagen inicial de If I Were a Filmmaker. Y es esta imagen la que nos pone sobre la pista de ese mundo en desaparición, de aquel autor que persigue obsesivamente su destino a través de las formas aniquiladoras del arte. Esta inclinación fatalista ya aparece en el cine de Mark John Ostrowski en la nostálgica y arqueológica revisión de los archivos fílmicos analógicos familiares de Home Movie. En este caso el crepitar del fuego acaba imponiéndose al sonido del obturador y el rodar de los rollos de película en un proyector de super ocho. El sonido de la época dorada del cine y su inmortalidad mítica nacen y mueren en la cabina de proyección. No hace falta inventar nuevas metáforas, el fuego es aquí la continua aniquilación del tiempo, el arjé de Heráclito, la eterna contradicción entre el continuo nacimiento y la inevitable destrucción de todo, representación última del permanente conflicto: todo fluye, todo cambia indefectiblemente excepto el propio cambio. El ‘no retorno’ frente al ‘eterno retorno’. Esta es también la tensión armónica necesaria para que algo suceda. No hay forma mejor de empezar y acabar una historia. El cine en el caso de Mark John Ostrowski es un acto de redención, de constricción, de purificación, en el que cualquier gesto que sustraiga tiempo al tiempo de la vida conlleva un acto de exculpación siempre imperfecto. El tiempo hurtado es una huida a esa “isla hermosa” que todos buscamos, donde se encuentra el sentido de esta lucha por la subsistencia en los márgenes del destino, de cualquier realidad dada, de cualquier estructura social establecida. Esta búsqueda supone la misma proporción de vitalidad, de compromiso y de riesgo que garantiza la curiosidad del científico, del filósofo, del artista, el valor del outsider. Pero esta es la “obra sin maestro” que algún día quizás alguien tendrá que quemar en las llamas del olvido y que aquí ya arde de forma simbólica. Del mismo modo que con la metáfora del fuego, las historias que se cuentan se olvidan o permanecen en este conflicto irresuelto que es el dilema de Perlov, “¿Apagar la cámara? ¿Dejarla a un lado y vivir?” o seguir grabando, son el verdadero motor argumental de esta y otras películas de Mark John Ostrowski. Por otra parte, las diferentes versiones de familia son el núcleo temático de todas las historias que hemos podido ver durante este ciclo. ¿Quién es Mark Ostrowski? Ésta es la pregunta que se hace su cine y que el propio Mark intenta contestar a través de los demás, imaginando en este caso los reproches de su hija. El autor es el espectador privilegiado que se observa a si mismo a través de este conflicto, a través de su propia manera de verse en los demás y de hacer cine. Los episodios contados por su hija nos hablan de cómo nos construye ese conflicto con nosotros mismos que suponen los demás y esa belleza efímera que implican los momentos que con ellos compartimos, pensando en nosotros y seguramente, por eso mismo, en ellos también. Esos momentos detenidos en las fotos en las que intentamos mostrar lo mejor del otro, suponen, seguramente, intentar darle, a través de nuestra forma de verlo, lo mejor de nosotros. Llegados a este punto los asuntos formales o técnicos propios del cine, la frialdad del análisis crítico o el intento de convertir los argumentos en reflexiones trascedentales se nos hacen inservibles y de esta manera aparecen en los diálogos. Es difícil, teniendo en cuenta esta forma de búsqueda personal, distanciarse y hablar de este cine a través de los grandes autores o de nuestras aspiraciones estéticas. Cualquier teatralidad subraya la imposibilidad de cubrir estas inquietudes, aunque estas inquietudes aparezcan compartidas. Ver cine requiere de un cierto compromiso por parte del espectador, un compromiso íntimo que difícilmente se puede encontrar en las grandes producciones, en las salas de cine, o en la crítica. Este es también otro argumento en la tensión dramática de esta película: los entresijos de cualquier producción intentando salir adelante. Pero esto es algo mucho más que cine dentro del cine. No es casual que se cite el retrato del famoso pintor hiperrealista intentando pintar el tiempo, que hizo Victor Erice en El sol del membrillo, porque hay en esa ridícula obsesión por capturar fantasmas una lucha agridulce con uno mismo por retener esa luz.
“Estos detalles pueden parecer insignificantes, seguramente lo son, pero creo que es importante mostrar lo que no fue para entender lo que nunca llegó a ser”, y además “la vida es otra cosa”. Director: Mark John Ostrowski. Montaje / Editing: José Herrero. Music/ Música: Javier Bejarano (Galgo). Cinematographers/ Dirección de fotografía: Nacho Martínez, Mark John Ostrowski, Juan Luis Ruiz. Sound Recordist/ Sonido: Anibal Menchaca. Make Up/ Maquillaje: Natti Rodríguez. Production Manager: Carmela Romero. Production Assistant: Rosa Fernández. Sound Mixer/ Mezclador de audio: Antonio de Benito (Sonido de cine). Film Transfer: FOTO-R3.COM Producer / Productor: Mark John Ostrowski / Foto R3 Contacto / Contact: film@foto-r3.com CAST: IÑIGO ALVAREZ GUTIERREZ, MARTA ARECES ESTRADA MARIAMA BALDE SARMIENTO, CELIA FERRER, YOHANA FRIERA RIO, INGE KOETZIER VAN HOOFF, FERNANDO MARROT, ALEXANDER JAMES NEWMAN, MARTINA OSTROWSKI, TONO PERMUY, MARIA CECILIA REYES CARMELA RODERO, CRISTOBAL ROVES, IDOIA RUIZ DE LARA SOPHIE RUSSELL, ANGEL HECTOR SANCHEZ, LUCAS TRABADELO, “POTRAS”: PATRICIA ALVAREZ ALONSO, AMELIA DIAZ DUARTE, PATRICIA FERNANDEZ SUAREZ, ADRIANA IRA MARQUETA ALVARO Después de la película: Concierto de Fee Reega Dúo