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"Amo, amas, amare"

A propósito de la exposición de Adolfo Manzano 'Simulacros entre el eco del amor y la sombra de un pájaro' en Espacio Local del 10/10/2015 al 07/11/2015

Hay una vocación de deterioro, una facultad de ruina interior en las relaciones amorosas. Lo ordenado para perdurar no suele compadecerse con la vida cotidiana ni con el derrumbe de la intensidad. Al final, la gran tragedia del amor suele ser el menos trágico de los desenlaces posibles: el tedio. ¿Alguien se ha preguntado alguna vez por qué los protagonistas de los relatos del amor total y eterno, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Werther y Carlota, Abelardo y Eloisa terminan separados por la fuerza de los hombres o de la muerte? Pongamos a una persona en la vida cotidiana de otra, hagamos que una se sienta protectora, que a la otra le resulte imprescindible y a partir de ese momento el resultado es pronosticable y altamente previsible.

Los teóricos de la postmodernidad vaticinaron el fin de la Historia y la disolución de los metarrelatos dejando nuestras autobiografías huérfanas de estructuras narrativas. El código del amor romántico no fue inmune y comenzó a contemplarse con cierto cinismo mientras en nuestras vidas se instalaban los amoríos. F. Jameson hizo uso de un término más aséptico “intensidades”; unidades emocionales separadas, cerradas sobre sí mismas que fragmentan nuestra biografía en momentos de afecto y/o de erotismo y contribuyen a la noción de un presente puro. La literatura nos puede ayudar a comprender el concepto aunque sea a costa de perder el rigor conceptual:

«Nunca había tenido certeza de que fuera a haber una próxima vez, de que fuera a regresar, de que volviera a tocarle los labios ni desde luego a acostarme con él, todo quedaba siempre indefinido entre nosotros, como si cada vez que nos encontráramos hubiera que comenzar desde el principio de nuevo, como si nada se acumulara ni sedimentara, ni se hubiera recorrido un trecho con anterioridad, ni lo sucedido una tarde fuera garantía -ni siquiera anuncio, ni siquiera probabilidad- de que sucediese lo mismo en otra tarde venidera, cercana o lejana; sólo a posteriori se descubría que sí, sin que eso sirviera nunca para la siguiente oportunidad: siempre había una incógnita, siempre acechaba la posibilidad de que no, aunque también la de que sí»

Así relata la voz del Javier Marías de Los enamoramientos la vivencia del tiempo como acto puro, aquí y ahora, instante sin potencial para ser algo distinto a lo que es. Y esta particular experiencia del tiempo sólo puede sostenerse en tanto vivida en ámbitos ajenos a la cotidianeidad, es decir, en los márgenes de las rutinas y lo ordinario. La visión más realista del amor habla de que no hay asentamiento posible para el mismo, No hay mas lugar sino sólo historias de vida, fragmentos emocionales que implosionan en un collage de no lugares.

Precisamente ha sido un escultor, un profesional del trato con el espacio, Adolfo Manzano, quien ha decidido reflexionar sobre los lugares y no lugares del amor. Y arranca con No hay más lugar, un libro que es tributo a la literatura, que es objeto en su belleza y que es pieza en una exposición que se inaugura este mismo sábado en ESPACIO LOCAL . Entre sus líneas capas textuales sin estructra narrativa e imágenes desconectadas sin mas denominador común que la expresión del no lugar del amor. Hay coherencia cuando quien reflexiona sobre el no lugar emocional es un teórico incondicional de Oteiza, un discípulo de la escultura como espacio no ocupado, como lugar en el que ha desaparecido la materia. La escultura, como el amor, crea un vacío.

En el amor y en el consumo los niveles muy elevados de estímulos generan incomodidad pero, los muy bajos, provocan aburrimiento. La rutina es el tajo que pone fin al amor y así podríamos leer la pieza Cuchillo de la que Adolfo Manzano habla así: «el cuchillo representa lo doméstico, también la amenaza y el miedo». En el código del amor romántico lo doméstico protege a los amantes, sin embargo, al intentar adecuar dicho código a la experiencia cotidiana, se produce una disociación semiótica entre el signo y el referente. El amor como ficción de la que nos hemos olvidado que lo es; probablemente sea esta la clave para la lectura de una exposición que lleva por título Simulacros entre el eco del amor y la sombra de un pájaro.

Hablar de “simulacro” implica hablar necesariamente de Baudrillard aunque el concepto ya había sido manejado por Bataille, Klossowski o Deleuze y llegó a la tradición francesa a través de la noción nietzscheana de verdad como ilusión, como metáfora lingüística sin correlato directo con la realidad. En Cultura y Simulacro (1978) los medios de comunicación son descritos como productores de signos vacíos carentes de referentes reales, signos huecos prefabricados con fines de lujo de los que se pueden tomar como ejemplo las imágenes románticas de la publicidad. Pero, sorprendentemente, «el signo, la puesta en escena de pautas simbólicas del romanticismo, resulta más vinculante que los significados difusos y atenuados de la vida cotidiana» (Eva Illouz, El consumo de la utopía romántica). Abundando en esta idea, en la pieza Pájaro con vestido y dibujo el escultor Adolfo Manzano recupera el carboncillo para esbozar una estampa que él mismo denomina «imagen de amor y ternura» pero, curiosamente, recurre a la escultura para desvelar la eterna inadecuación entre lo real y su representación: no perdura el amor sino sólo los objetos («un vestido» dirá Manzano, «un objeto, un recuerdo abandonado»).

Y es bien cierto que los objetos permanecen inalterables ante la extinción del amor. Ante su derrota se mantienen serenos, con un aplomo que resulta ofensivo. Tal vez a modo de venganza el artista dibuja una casa en ruinas y lamina tablas de castaño que simulan un campo de cenizas.

Cenizas que, sin embargo, no pueden ser más que de nuestro yo, pues ya sabemos que la vida de los objetos persiste ajena al deterioro de la conciencia. A pesar de la mirada cínica que la postmodernidad arroja sobre el amor, la experiencia de amar continúa conformándonos como seres humanos sociales a la par que ayuda a construir nuestra identidad personal. No es casual que en la pieza Escondite Manzano se apropie de frases extraídas del film Persona, quintaesencia sobre la construcción del yo a través de las relaciones de poder y sumisión. Algo hay de político, por no decir mucho o todo, en el amor romántico cuando sólo en su caída se desvela como simulacro: «las palabras son mentiras, las sonrisas muecas, los gestos falsos» (frases escritas en el marco de la pieza Escondite), al final sólo queda la lucidez de una mente en soledad (un extraño puzzle de piezas de madera), lo miedos (pájaros y cuchillos), la idiotez de lo real y los objetos que la acompañan en su escenario. Y la gran tragedia: aunque nuestra mente sea capaz de enfrentarse a la ficción romántica con escepticismo e ironía, la corrección de los sentimientos es lenta...

«La corrección de los sentimientos es lenta, desesperantemente gradual. Uno se instala en ellos y se hace muy difícil salirse, se adquiere el hábito de pensar en alguien con un pensamiento determinado y fijo -se adquiere también el de desearlo- y no se sabe renunciar a eso de la noche a la mañana, o durante meses y años, tan larga puede ser su adherencia» (Javier Marías, Los enamoramientos).

(Publicado en Asturias 24 el 10 de octubre de 2015)

Susana Carro

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